ABSTRACT

Marcelino Menéndez Pelayo era un gran escritor. Como muchos contemporáneos suyos y como otros historiadores que ejercieron su profesión antes que él, entendía su actividad como cercana o casi como una variante de la actividad del artista o de la del escritor, de manera que el resultado final debía tener, además de solidez y rigor intelectual, una textura estética hermosa. De hecho, escribió sobre esta cuestión en distintas ocasiones y en su juvenil discurso de ingreso en la Real Academia de la Historia (1883), al considerar esta disciplina como una ‘arte bella’. 1 Aunque el modo de escribir historia literariamente fue desapareciendo a medida que se profesionalizó en los años del cambio de siglo el trabajo del historiador y el del filólogo, Menéndez Pelayo nunca abandonó su fidelidad a un estilo limpio, cada vez menos adjetivado, y a una frase que estaban al servicio de los valores culturales que defendía. Aspiraba a que la historia que contaba trascendiera el caso individual (el de Marchena, por ejemplo) y contribuyera a asegurar los ideales colectivos a cuyo servicio estaba su pluma. Para ello utilizó una retórica eficaz, que sostenía sus grandes narrativas historiográficas y las pequeñas, a base de componer retratos de los personajes que trataba—como mostró principalmente en los Heterodoxos españoles—; 2 todo ello destinado a desarmar los puntos de vista que amenazaban la ortodoxia.